Supe de él mucho antes de atisbar su espigada figura, su mirada de un azul purísimo, acomodado a una mesa cubierta de mantel de hule a cuadrículas, su mujer a su lado. Imagino un cielo añil intenso y a unos metros, un pretil enfoscado cerrando el jardín del que no se divisa ni árboles ni verdura, El encuadre del fotógrafo nos muestra dos miradas que se cruzan y convergen en el objetivo que les apunta en alguna de aquellas remotas sobremesas, perdida ya en el mundo de ayer, del que poco o nada sobreviviría.
De Manuel, antes de conocerle, había entendido rumores, leído algunas frases que le eran atribuidas, pero que, en este tiempo de Google, podían ser tan falsas como tanto que rueda por el ciberespacio. Sevillano, hijo de familia ilustrada, periodista de vocación, colaboró en algunas de las cabeceras más prestigiosas, llegando a dirigir “Ahora”, próximo al ideario de Azaña, del que fue su amigo.
De él, como digo, antes de que me lo desvelará su obra entera, leí aquí y allí retazos, frases, casi siempre fuera de contexto hasta que hace unos meses cayó en mis manos, así, de sopetón y por uno de esos milagros que mejor es no revelar para que no pierda su misterio, sus obras completas, o lo que hoy se consideran como tales, cuidadosamente editadas por Libros del Asteroide y precedidas de interesantes prefacios por los que supe de la gesta de dos mujeres en pro de su obra; una actual, María Isabel Cintas, quien a partir del hilo tendido por su tesis doctoral, escudriñó archivos, bibliotecas y hemerotecas hasta componer el “corpus” entero de su obra, autora que, como tantas veces sucede en este país olvidadizo y cainita, ha sido obviada en alguna de las crónicas celebrando el descubrimiento de este escritor-periodista. La otra, Josefina Carabias, periodista-escritora pionera y olvidada también, que prologó una de las obras más conocidas y celebradas del autor, su “Juan Belmonte, matador de toros: su vida y hazañas”, biografía del diestro que rivalizó en los años veinte con el otro astro de la lidia de entonces, Joselito.
Confieso que el mundo de la “fiesta” me es ajeno, extraño, remoto y sin embargo, luego de vencer algún escrúpulo y resistencia interior, adentrado ya en esa magna biografía, sucumbí, lo confieso, al encanto de una prosa rica, fértil, plena, capaz de trasladarme al barrio de Triana, su barrio natal, a sus callejas, para entender que para aquella chiquillería hambrienta y desarrapada, que tentaba los novillos en las noches sin luna para eludir la guardia civil, los toros era la única vereda posible para librarse de la pobreza, de la dura miseria, Y así lo fue también para Belmonte.
Biografía escrita con amor, con respeto, fruto de largas conversaciones, pláticas amicales, entre el diestro y el escritor, las imagino bien regadas y felices, como aquellas zambras de las que escribió Rafael Alberti en su arboleda perdida, alameda melancólica de su memoria.
Su Juan Belmonte no me ha hecho amar el toreo, que hunde sus raíces ancestrales en los ritos minoicos, pero si a saber respetarlo, en su momento histórico, a entender el sentido que para aquella muchedumbre tenía ese jolgorio desmedido, esa celebración báquica que lo inundaba todo, cuando la faena había sido triunfal. o la tragedia clásica del diestro muerto en la arena, en combate singular, eternizado por los versos de un Alberti o Lorca…
Pero en su obra hay más, mucho más: es un escritor-periodista, que visitó y dejó cumplida cuenta de la Alemania Nazi, de la Italia fascista y conoció la revolución bolchevique, llegando a intimar con Kérenski en su exilio parisino, quien le suministraría seguramente la inspiración para “El maestro Juan Martínez que estaba allí”. Fue también insobornable testigo de la “Agonía de Francia”, al momento mismo de su claudicación indigna, luego de la “Drôle de guerre”…y allí están todos sus apuntes, diligentemente ordenados en los cinco volúmenes de su obra. Apuntes arrancados al instante mismo, trallazos instantáneos y sin embargo conservando siempre su buen decir, la vida bullendo en torno, encendida y amenazada. Nada de lo nuevo le era ajeno, un hombre adelantado a su tiempo, que no desdeñó, al contrario, las nuevas invenciones para usarlas en sus reportajes. Algunas fotografías nos lo muestran de una modernidad desafiante, y muy alejado de aquellas rígidas siluetas, oscuras, hundidas en sus ropajes de otro siglo, de otra época: podríamos cruzarlo hoy, sin que nada en él nos resultara extemporáneo.
Conoció la guerra, el exilió y murió en Londres, solo, sin llegar a saber del desembarco de Normandía, desenlace de aquella larga y tenebrosa noche que cubrió Europa…su tumba, sin fecha ni nombre, una anónima lápida para cobijarse.
Dejo para el final su voz, para que sea él mismo quien se presente: “Yo era eso que los sociólogos llaman un pequeño burgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria…” el vendaval de la historia segaría su existencia, feraz, como tantas otras…¿su nombre?; Manuel Chaves Nogales, periodista, escritor y republicano.