El ahorcamiento de Julius Streicher tomó un giro tragicómico inesperado.
Streicher era un hombrecillo de baja estatura, dato que no tuvo en cuenta el encargado de calcular la longitud de la soga. Por esta razón, al abrirse la trampilla bajo sus pies, el condenado, en lugar de partirse el cuello, se quedó colgado pataleando, para horror del médico que iba con su fonendoscopio a comprobar su fallecimiento.
Al verdugo, que era un hombre resolutivo, no se le ocurrió mejor solución para acabar con la escena que colgarse de las piernas de Streicher, lo cual resultó tan grotesco como efectivo a la hora de acabar con el sufrimiento del reo.
Julius Streicher fue el editor del semanario alemán Der Stürmer, una publicación nazi de gran tirada desde la que se dedicaba a difundir bulos antisemitas. La revista era un lodazal de propaganda basada en mentiras, exageraciones e informaciones manipuladas para promover un estado de opinión hostil hacia la comunidad judía en la sociedad alemana.
La cosa es que el bueno de Julius no participó en la planificación ni en la ejecución del holocausto, ya que en 1940 fue despojado de todos sus cargos en el partido nazi, al verse involucrado en un caso de corrupción, además de por un enfrentamiento que tuvo con Hermann Göring.
Se retiró a una casita de campo y quedó apartado de toda actividad pública hasta el final de la contienda mundial.
A pesar de esto, fue arrestado por los aliados y juzgado como criminal de guerra en los famosos juicios de Nüremberg.
La acusación contra él se basó en el contenido de sus publicaciones, que lo situaban como responsable de generar el clima de odio que contribuyó al genocidio, siendo considerado culpable al mismo nivel que otros jerarcas nazis que sí estuvieron implicados de manera directa y activa en el exterminio de millones de personas, lo que le llevó a ser condenado a morir en la horca.
Hoy, muchos años después del ahorcamiento del hijo de perra de Streicher, asistimos a la degradación absoluta del periodismo, a través de la normalización de la mentira, la difusión de bulos y la generación de climas de odio, como si fuera un género periodístico más.
Vemos cómo los periodistas que son señalados por llevar a cabo esas prácticas, contrarias a toda ética y deontología, chillan como cerdos reivindicando su derecho a la libertad de expresión y se presentan como pobres víctimas de los enemigos de la democracia y las libertades.
Vemos también cómo otros muchos periodistas, que supuestamente no son como ellos, los arropan y defienden, poniendo su repugnante corporativismo por encima del derecho a la información veraz de la ciudadanía y por delante de toda ética periodística.
Hay que decir alto y claro que estos periodistas no tienen derecho a hacer lo que hacen. Que lejos de ser víctimas de nada ni de nadie, son culpables de hechos muy graves que pueden llevar a las sociedades a lugares muy oscuros.
Desinformar y manipular a una sociedad para favorecer los objetivos políticos y económicos de una élite no es algo que se deba poder hacer con impunidad.
Hay que enseñarles a estos periodistas la soga de Streicher.