Es sabido que el ajedrez es un juego milenario cuyo origen hay que se remontan a esa última “limes” que Alejandro Magno franqueara, al final de su periplo imperial…y de su existencia, que ambas se confunden, una vez vencido el rey Poro en la batalla de Hidaspes para luego, volver bridas, conminado por sus tropas que no querían seguir la ruta del oriente, e ir a morir en Babilonia, ciudad de todos los embrujos y leyendas.
Sus reglas son estrictas, codificadas, y sus treinta y dos piezas deben obedecerlas en su evolución por el tablero de 64 casillas, blancas y negras, hasta llegar al final de la partida, con el jaque y mate o, en ocasiones, las tablas: juego de reflexión, de estrategia, en el que gana el que sabe observarse y observar, aquel que no solo piensa en sus movimientos, sino que escruta, impertérrito, los de su contrincante y adelanta, en la imaginación, las futuras jugadas.
En un relato célebre, el último que escribiera antes de su suicidio, el autor vienés Stephan Zweig narra el destino de un judío capaz de sobrevivir a la más refinada de las torturas a la que le sometió el poder nazi, aislándole en una celda de todo contacto humano, gracias a un simple manual de ajedrez que el azar había dejado a su alcance: imaginar cada partida, sus mil combinaciones le permitió escapar a la locura cierta a la que le habían condenado sus verdugos.
Es un juego que no permite que el orgullo, la soberbia del que se cree invencible, la ira del que piensa que la razón está de su lado, se inmiscuya en esa tersa filigrana que la inteligencia traza en cada gesto, previendo siempre los del adversario, vigilante, sin dejar que el abatimiento, la tristeza, la cólera o cualquier otro sentimiento espurio contamine el designio de la voluntad sujeta siempre al cristal transparente de la razón: escuela de estrategia, de reflexión, de contención; ganar es el último eslabón de una larga cadena de decisiones meditadas, siempre alerta la atención ante los movimientos del adversario.
Por qué escribir sobre el juego del ajedrez, hoy, en esta mañana gélida de un enero extraño, mes al que los romanos llamaron “ianuaris” evocando así al dios Janos bifronte, tan atento al pasado como al futuro…: quizá, porque sus estricta reglas, carentes de cualquier moralidad, puro cristal de la razón, la destreza que exige, la contención y la atención, sean en este momento en que encaramos nuevos y renovados desafíos y amenazas, la mejor lección, el ejemplo que debemos seguir cuando, retados, nos aprestamos a…jugar nuestras piezas, observando al adversario, mesurando cada uno de sus gestos y dejando para el final el…jaque y mate. Llegará, estad seguros, pero sin olvidar que la partida no ha hecho sino empezar…