Como es obvio, cada tipo de sociedad perfila un modelo cultural específico que deviene de las características propias de una determinada estructura social: las sociedades agrarias antiguas se articulaban en torno a los ciclos de la tierra, era la propia naturaleza la que marcaba el ritmo de la vida, las formas de organización de la misma y las relaciones que los individuos establecían entre sí y con la propiedad o no de esa misma tierra. Las sociedades industriales impusieron modos y ritmos distintos, delimitando estructuras y jerarquías claramente diferenciadas: mano de obra sumisa y sometida a la esclavitud del salario, élites propietarias de los medios de producción o con capacidad de decisión absoluta sobre los mismos y, desde ya hace bastantes años, un sometimiento totalitario de todos y cada uno de sus miembros a un proceso productivo cuya única finalidad es la acumulación.
Si bien es cierto que, en las sociedades modernas, la cultura es el reflejo ideológico de las imposiciones sociales de las élites económicas y que, por tanto, la cultura de un pueblo es la expresión de las necesidades de esas mismas élites, también es verdad que, históricamente, la capacidad de éstas para imponer su visión del mundo de una forma unívoca siempre fue limitada. En los márgenes de todas las sociedades siempre han sobrevivido formas de interpretación y de comprensión, de relación y de expresión que, a pesar de todos los esfuerzos realizados desde el poder, nunca pudieron ser plenamente integradas en los modos de la ideología dominante.
Durante mucho tiempo, esta cultura (o culturas) alternativa a la oficial trató de ser aplastada de forma violenta mediante la persecución, la indiferencia o el desprecio. Pero, a pesar de todos los esfuerzos desplegados, nunca pudieron borrarla de un modo absoluto: todas las sociedades han tenido sus herejes, sus comunidades marginadas, sus lenguas perseguidas… todas han sufrido momentos de tensión en que, de un modo más o menos radical, han aflorado esas culturas sumergidas y se ha cuestionado el orden de cosas existente volviendo sus ojos hacia un pasado mítico o hacia un futuro por venir. Todas ellas, más pronto o más tarde, fueron aplastadas sin piedad pero, de un modo u otro, sus rescoldos sobrevivieron y volvieron a alimentar una llama aparentemente apagada. Pero, ¿siguen calientes hoy en día esos rescoldos? ¿Es posible, de nuevo, alimentar los fuegos de la revuelta utilizando los mismos hornos que nos proporciona el sistema?
El capitalismo es, probablemente, el modo de producción más flexible que ha producido la historia. Y ello es perfectamente comprensible ya que se rige por un único principio: el beneficio. De ahí proviene su extraordinaria capacidad de adaptación. Y de ahí también su obsesión totalitaria por poner todo al servicio de ese beneficio, incluso la vida misma. El sistema de dominación es lo suficientemente complejo como para articular toda una serie de mecanismos que nos permiten huir de la vacuidad de esa vida por él mismo destruida y, de nuevo, por él recreada de un modo artificial. La vida convertida en un mero espejismo de sí misma. Artificios varios que crean sucedáneos de una existencia convertida en un mero mecanismo de recreación de las leyes del mercado: todo se convierte en mercancía, todo es susceptible de compra y venta.
Hoy en día, excepto en aquellos territorios donde aún se mantienen vivos movimientos de resistencia con un alto grado de autonomía respecto a los valores impuestos por el sistema, el capital ya no necesita perseguir la disidencia porque la propia disidencia forma parte (consciente o inconscientemente) de ese mismo sistema. Al supeditarlo todo al beneficio, también acaban convirtiendo en mercancía aquello que antes no podían someter. Ahora el mercado nos ofrece modelos de comportamiento plenamente integrados en el modo de producción: el rebelde, el crítico, el artista, el librepensador… el partido, el sindicato… todos y cada uno de ellos han sido absorbidos de tal modo, que hoy en día no son más que un lejano reflejo de lo que un día fueron.
Las relaciones sociales, las ideas, los medios de entretenimiento o los objetos suntuarios o de consumo diario están sometidos al mismo imperio de la mercancía. Y, como es lógico, la cultura no es más que un elemento más en este incesante fluir a través del inmenso océano del beneficio para los pocos y de la miseria para los muchos. Todo se observa a través del deformante espejo del dinero, que todo lo compra y todo lo destruye.
Vivimos en tiempos profundamente banales. Ya nada es lo que fue, porque para seguir siendo tendría que tener una existencia real y el sistema se ha encargado de que lo real se haya convertido en virtual, de que nada pueda existir más allá de la frágil imagen del espectáculo que se repite una y otra vez y del que no somos más que meros espectadores. Pero ¿quiere esto decir que la cultura ha muerto? ¿Que no hay nada mas allá, ni puede haberlo? ¿Que no nos queda más que la resignación y una vida vacía sin experiencias ni vivencias reales? ¿Que todo tipo de lucha está condenada al fracaso o, peor aún, a la simple repetición de actos vacíos de contenido y carentes de sentido?
Si bien la destrucción llevada a cabo por el capital ha sido profunda y sistemática, también es cierto que la resistencia a esa misma destrucción sobrevive. A veces encuentra un amplio eco social (y son numerosos los grupos que a lo largo y ancho del planeta siguen plantando cara y, contra todo pronóstico, continúan resistiendo), a veces se desvanece tan rápido como ha surgido. Pero lo que es evidente es que es necesario reconstruir un espacio cultural común, espacio que sólo podrá sobrevivir, como siempre lo ha hecho, en los márgenes del sistema. Dentro del sistema, nada puede sobrevivir, es un inmenso agujero negro que todo lo engulle; fuera del mismo, la esperanza es no sólo posible, sino necesaria.