30/11/2013

Merengue, merengue

Escrito por Enrique Hoz

Quien me conoce o ha tratado conmigo el tiempo suficiente me habrá oído decir aquello de “soy pacífico pero no pacifista”. Creo que ha llegado el momento de sincerarme. Esa frase, tópico más bien, no me la creo ni yo, pero como vivo en una sociedad edificada sobre cimientos de plastilina en los que se apoyan infinidad de fachadas, a cual más falsa, qué menos que contribuir a esta mentira con una pose de buen tipo, un tipo que mola (modernizando el argot), y que, muy a mi pesar, las circunstancias de la vida me obligan en ocasiones a mostrarme con un poco de carácter. Nada de nada. Lo confieso, soy un sujeto extremadamente violento. Y debo agradecer a Yolanda Barcina que me haya impulsado a salir totalmente del armario ahora que creo estar a tiempo de recibir un tratamiento que me saque de esta adicción.

La verdad es que mi actitud violenta se forjó desde muy joven por culpa de la irresponsabilidad de mis padres, que siendo sólo un niño me permitían ver diferentes programas en la televisión, desde dibujos animados hasta los Payasos de la Tele, donde la apología de la violencia era más que evidente con tartazos por aquí y por allá. Yo no sabía que me estaba convirtiendo en un monstruo e ignoro si mis padres eran conscientes de ello, pero viendo su permisividad me atrevería a decir que sabían la nefasta influencia que esos programas estaban ejerciendo en mi crecimiento personal y aún así lo consintieron, buscando, quizá, su futuro minuto de gloria a expensas de que su hijo protagonizase la portada de El Caso por un tartazo a gran escala.

Y ahí no terminaba mi adoctrinamiento. Para forjar con más solidez mi caída en el pozo de la violencia azucarada, el hermano mayor de mi madre trabajaba en el obrador de una conocida marca de repostería, y allí que me presentaba yo, cada vez que pasábamos por su pueblo, con la excusa de ir a saludarle, cuando en realidad me gustaba porque me ponía palote (vamos, lo palote que se puede poner un crío que no sabe lo que es ponerse palote) estar rodeado de hojaldres, cremas, pasteles, tartas, espátulas, moldes, cazuelas, calderos, cucharas… todo embadurnado de esas sabrosas esencias que la gente de bien, los políticamente correctos, desean degustar pero los degenerados, los violentos como yo, sólo pensamos en lanzar.

Yo no quería ser así y mi lucha vital ha consistido en esconderlo, avergonzado, presa del pánico, pensando que algún día la verdad saliese a flote. Este es uno de los motivos de que siempre haya intentado escaquearme de, por ejemplo, acudir a las bodas a las que he sido invitado. A veces no lo he conseguido y una vez en el restaurante mi lucha titánica ha consistido en reprimir mis deseos de emprenderla a guantazos (entiéndase tartazos) cuando los camareros aparecían con la tarta nupcial. Me invadían mil y una visiones de trozos de tarta describiendo perfectas parábolas en el aire para ir a impactar en esos rostros maqueados o en esos trajes de quiero y no puedo, pero mi vergüenza a ser descubierto como la bestia merengada que soy frenaba esos impulsos.

Así ha transcurrido la mayor parte de mi vida, engañándome y engañando a los demás, fingiendo indiferencia ante esos dulces de diferentes formas caprichosas que reclaman a mi subconsciente enfermo para ser lanzados, estampados sobre alguien. Y claro, tantos años de fingir, de creerme con la suficiente entereza como para poder ocultar públicamente mis impulsos aereoreposteros, crearon en mí una seguridad que se tornó en falsa un día que bajé la guardia.

Era el cumpleaños de mi sobrino… cumplía cinco años o así. Estábamos varias personas charlando junto a la mesa sobre la que había variedades de sándwich, frutos secos… bueno, lo habitual en estos casos. Llegó la hora del postre y una bandeja de pasteles pasó a presidir la mesa. Mi sobrino, que no llegaba bien a ella, se sentó de rodillas en una silla, apoyó los brazos cruzados en el borde de la mesa y dobló el tronco para acercar sus labios a la cima de una carolina que parecía estar destinada a él. Ni tanto que destinada. En un acto reflejo que me fue imposible frenar, le puse la palma de mi mano en su nuca y le aplasté la cabeza contra la carolina. Se incorporó con todo el morro untado de merengue, como si un sabroso pintalabios hubiese jugueteado a su puta bola por su rostro, y le acompañó una sonora carcajada. Así de simple me resulto ejercer la violencia y más simple todavía conducir a un niño a esa dinámica aprovechándome de su inocencia. Desde entonces, los encuentros entre mi sobrino y yo en los que ha habido pasteles por medio se han saldado con sendas acciones de violencia gratuita.

Estos hechos habían quedado reducidos al ámbito familiar, en el más absoluto de los secretos, por no extender una mancha sobre la familia y para tratar de reeducar a mi sobrino con el fin de que no siga las violentas costumbres de su tío.

Necesitaba un empuje, algo que me sirviese de acicate para no seguir viviendo esta mentira, para no tener engañadas a tantas personas de mi entorno afectivo. Por eso le estoy agradecido a Yolanda Barcina con su decidida denuncia, con su calificación de los hechos como constitutivos de un delito de atentado contra la autoridad, con su petición de más de seis años de cárcel contra esas personas que se “abalanzaron” sobre ella para estamparle en la cara unas tartas “haciéndole daño”. Y de ahí que me haya armado de valor y haya decidido hacerlo público. Y no sólo le estoy agradecido a ella, también estoy en deuda con todos esos tertulianos que han defendido a capa y espada que la acción que le supuso, a la cobradora de dietas por nada, chafarle el peinado y el maquillaje, era violencia.

Menos mal que un caso de esta gravedad, que roza el crimen de lesa humanidad, cayó en manos de la Audiencia Nacional, cuya imparcialidad e independencia está fuera de toda duda, y ha condenado a dos años de prisión a tres de los autores de los tartazos a Yoli (me permito esta confianza porque el roce hace el cariño) y a un año a otro de los protagonistas de la acción.

Tendré muy en cuenta la sentencia para, a modo de terapia, quitarme esos violentísimos hábitos heredados de mi confusa trayectoria educacional y, sobre todo, guardaré una copia para mostrársela a mi sobrino, cuando él pueda entenderla. Espero que no sea demasiado tarde para los dos, porque en este momento no hemos pasado de estamparnos pasteles, pero lo mismo nos radicalizamos y acabamos lanzándonos globos de agua… o lo que es peor, acabamos lanzándolos contra la Autoridad. Cosas de la violencia.