Un castigo añadido. Una condena a quienes no tuvieron jueces ni tribunales. Una decisión política que marcó la existencia de un amplio número de familias en el País Vasco y que hoy, noviembre de 2020, sigue existiendo. Llámale dispersión. Llámale política penitenciaria de excepción. Llámale como quieras llamarla, pero no la olvides ni la omitas: el relato, de lo contrario, estará incompleto.
De eso va todo esto. De relatos. De maneras de observar, narrar y describir lo que vivió Euskal Herria durante décadas que pesan y duelen. Historias incompletas que no salen en libros muy vendidos ni en series muy bien pagadas. Historias que avergüenzan a un estado democrático que utilizó la política penitenciaria de forma vengativa.
En 1987, el Gobierno de Felipe González arrastraba ya los crímenes del GAL, siglas que resumen y esconden la guerra sucia librada por el Estado contra ETA. Sí, guerra sucia. Sí, crímenes de Estado por los que nadie, jamás, pidió perdón.
El terrorismo de estado –término que, por cierto, el actual Gobierno se niega a utilizar a la hora de referirse a los actos criminales del GAL- estuvo seguido de una decisión que golpeaba directamente en las cárceles y, al mismo tiempo, en los hogares de las familias y seres queridos de los presos.
Fue entonces cuando el Ejecutivo de Felipe González dio los primeros pasos en la política de dispersión y alejamiento de los presos condenados por delitos relacionados con ETA. “La aplicación universal, sistemática y generalizada tiene lugar en mayo de 1989. Las presas y presos vascos son alejados incluso a cárceles de las islas Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla”, señala el colectivo Etxerat en un informe publicado hace ya un par de años.
En aquel documento, la asociación de familiares de presas y presos vascos recuerda que “este alejamiento se justificó con razones de tratamiento penitenciario, por la conveniencia de separar al sector ‘duro’ del sector ‘blando’ o por la necesidad de eliminar ‘privilegios’”. No en vano, el Gobierno de González acompañó la puesta en marcha de las medidas de dispersión carcelaria con informaciones burdas: por entonces se llegó a difundir que los presos de ETA estaban tan a gusto encerrados que tenían “banquetes de cordero asado y champán, langostas y langostino”.
La dispersión se convirtió en política de Estado. La implementó González y la aplicaron todos y cada uno de los mandatarios que le siguieron. Cuando existía ETA, los gobernantes decían que no habría cambios en las cárceles hasta que no se produjera su final. ETA desapareció oficialmente en mayo de 2018. Hoy, noviembre de 2020, la política penitenciaria de excepción continúa.
Los acercamientos iniciados por el Gobierno de Pedro Sánchez –habitualmente criticados por la caverna mediática- han sido, de momento, tímidos. De hecho, según datos ofrecidos en septiembre pasado por el observatorio del Foro Social Permanente, 142 de los 227 internos del Colectivo de Presos Políticos Vascos (EPPK, por sus siglas en euskera) continúan en cárceles lejanas.
El informe del Foro Social daba otra cifra: al término del verano había 144 presos clasificados en primer grado, de los cuales 21 se encontraban en módulos de aislamiento en prisiones de Madrid o Andalucía. El castigo “democrático” no termina de apagarse. La venganza, tampoco.
Fuente de la imagen: Patxi Corral