Qué farragoso resulta nadar contracorriente en Bilbao cuando se trata del dios fúltbol. Es un dios real, poderoso, todo se le perdona y perdura gracias a una fidelidad flotante en los límites de lo enfermizo.
En Bilbao y alrededores también residimos sujetos, en franca minoría supongo, cuya existencia discurre exenta de esa locura colectiva en la que lleva envuelta la población desde hace semanas y, con el consiguiente triunfo, ya disponemos de una dosis extra de algo tan peligroso para la formación y educación como es el culto al ganador.
Nacido y criado en Bilbao, no me considero un “embajador” de la Villa puesto que no cumplo uno de sus mandamientos como es la devoción hacia el Athletic. Siendo totalmente sincero, los títulos ganados o dejados de ganar por el Athletic me causan tanta indiferencia como los que pueda lograr o no cualquier otro equipo.
No soy de piedra, me cruzo en la calle con personas felices y me alegra ver caras exultantes a la espera de la apoteosis de la gabarra. Al mismo tiempo, no puedo evitarlo, cierta desazón se apodera de mí creándome una sensación agridulce viendo cómo esa felicidad desbordante no es ni más ni menos que el reflejo directo y real de una sociedad formada y domesticada a base de muchos titulares y pocas reflexiones.
Leo algo así como que el Athletic es único en el mundo. Evidentemente, para cada hincha su club es la hostia. A ver a mí quién me discute que mi madre ha sido, es y será la mejor madre del mundo. ¿La tuya más que la mía? No te lo crees ni tú. Graciosa expresión, ¿verdad? Pues da la sensación de no entenderse cuando se habla de fútbol y la discusión entre dos forofos relatando las bondades y autenticidad de sus respectivos equipos se transforma en un diálogo de sordos.
“No lo entiendes porque es un sentimiento”- me dicen. Probablemente así sea y no alcance a comprenderlo, pero no es menos cierto que cegarse con los sentimientos hace peligrar la racionalidad. Y una vez perdida la razón, lo políticamente correcto consiste en rendir pleitesía a un grupo de niñatos untados a golpe de talonario.
Dando rienda suelta a esa irracionalidad, como buena sociedad consumista zambullida en cualquier sarao, qué mejor que, sin posibilidad de entrar al recinto deportivo, desplazarse 850 km para darle al frasco y visionar una pantalla de vídeo tal y como se podía hacer en el barrio o localidad. “Yo estuve allí”- podrá presumir como fan incondicional inconsciente de su adicción al postureo.
Presas ya del todo vale, se entremezcla la bandera rojiblanca con la ikurriña en una especie de triunfo como generalizado celebrado por todo el personal de los herrialdes. Sonrisas cómplices delatoras de lo ya conocido: en las demás provincias hubiese causado más descorches de botellas una derrota.
Y la guinda al pastel llegará cuando toda esta puesta en escena abarrote la Basílica de Begoña para ofrecer la Copa a la Amatxu que, por si alguien sumido en el despiste no se ha percatado, no deja de ser un muñeco. Claro, una hazaña de este tipo sin su chute de catolicismo como que flojea y pierde glamour.
El pan y circo protagonizará estos días y la gabarra remontará la ría, el jueves si no he entendido mal. Será una travesía de algo más de dos horas con miles y miles de gargantas en ambas orillas cantando, gritando, llorando. Buen antídoto para alejarse de la realidad.