Escrito por Kami casi.
Hace unos cinco años pasé una temporada en Lisboa por trabajo y estuve andando por la ciudad en compañía de un amigo que vivía allí desde hacía ocho años. Hijo de familia migrante, me contaba sobre las dificultades económicas que habían enfrentado al principio, pero estaba contento por haber conseguido estudiar sociología y, poco a poco, conseguir acompañar profesionalmente algunos movimientos sociales de la ciudad.
Mientras paseábamos por las calles grafiteadas de la capital portuguesa, mi amigo me contaba cómo desde que recibió el título de capital europea de la cultura en 1994, Lisboa se ha convertido progresivamente en una ciudad modulada para los turistas – título que Donostia recibió en 2016, y las similitudes no paran por ahí, pero dejo a cargo del lector hacer los paralelos posibles. Su familia ya no vivía en la capital sino en una ciudad cercana, a cuenta de los alquileres impagables. Yo, de hecho, me estaba alojando en un hostal ubicado en un edificio antiguo en el centro de Lisboa. Los dueños del negocio ya habían comprado dos plantas enteras del edificio, y los “trabajadores” que recibían a los turistas eran jóvenes que cambiaban alojamiento por trabajo. Todo muy rentable, oye.
Lo estuve recordando cuando hace poco estuve en Coimbra, también por trabajo. Más de lo mismo: escuché más inglés, alemán y castellano por las calles del centro que el mismísimo portugués. Y, en compañía de un amigo de Coimbra, seguimos hablando de cómo el turismo lo resume todo al dinero, empujando los trabajadores a las afueras y convirtiendo cualquier conocimiento, actividad, entretenimiento, vivienda, en producto de consumo. Mi amigo nos llevó a la famosa Biblioteca de la Universidad de Coimbra, la primera de Portugal, para enseñar la sede donde había estudiado. Se llevó el disgusto de tener que pagar 13 euros por una visita de 10 minutos, aunque obtuvo el insultante descuento de 1 euro en el precio por ser exalumno. Nos contó que antes las tesis doctorales se defendían en una preciosa sala de actos de la Universidad, que ahora también está ahí para ser apreciada por los turistas. Y que la biblioteca, casi toda construida en madera, no soporta el flujo de turistas que transita actualmente por ella. De hecho, el año pasado el director avisó sobre el impacto de la cantidad de turistas en la conservación del patrimonio histórico. Pero, casualmente, ahora mismo es exdirector. Llego al hotel y la trabajadora que me cobra la tasa de turismo me cuenta que esta tasa no es discriminatoria. Si un portugués que se hospeda ahí a trabajo, por ejemplo, la tiene que pagar igualmente.
Y así, poco a poco, estaba yo presenciando otra vez lo que había visto en Lisboa hace cinco años: la conversión de todos en turistas. Todos los locales son igualmente encantadores, pensados para servir a personas que puedan pagar las tasas, entradas, información, y acceso. Da igual que sean trabajadores de toda la vida.