Escrito por "Gonzalo Mañes"
Una larga amistad me une a él, desde aquella lejana mañana bilbaína, sombría como lo eran casi todas, en que me lo tope de bruces, en una solemne librería ya desaparecida, que abría sus puertas al final de Colón de Larreategui, en la embocadura con Buenos Aires.
Andaba aquella mañana de vagabundeo, el “flâner” de Baudelaire, buscando en qué ocupar las horas hasta el mediodía y, pese al respeto que me infundía, temor reverencial, no sé de dónde pudo salir la audacia para franquear el umbral de aquel templo, eso sí, luego de atisbar desde el escaparate que se abría al interior, si había otros parroquianos en busca de algún tesoro literario de los que se guardaban en los anaqueles, ligeramente polvorientos, de la librería, diré su nombre, Arturo.
Mi memoria conserva aún la curiosa disposición de su interior: una mesa en el centro, cubierta de una suerte de lienzo verde que, salvo por el color, se asemejaba al corporal que cubre el altar de una iglesia, porque allí, decididamente, todo tenía un aire sacro, y los pocos clientes que se aventuraban, de ahí imagino su cierre pocos años después, cuchicheaban como en una extraña ceremonia religiosa, un rito esotérico.
Entré, me atreví, y el más joven de los dueños, el otro estaba sentando en su sitial, ajeno ya a los avatares del mundo, me miró desde sus espejuelos en montura metálica, con la severidad del guardián del templo y, sin alzar la voz, me dirigió un: ¿Qué desea joven, busca algún libro en especial?…
Y no, no buscaba ninguno, pero algo tenía que inventar para justificarme así que, con la audacia que presta la timidez, y tímido era en aquella lejana edad, le pregunté por alguna traducción de las Mil y una noches, tema sobre el que había leído hacía poco un artículo y la pregunta dio en la diana: ¿una traducción de las Mil y Una Noches?, muy bien joven, está en el lugar adecuado, tenemos la mejor, la del gran Blasco Ibáñez, ¿lo conocerá? Todo dicho mientras la señalaba, allí en una balda alta y uniendo el gesto a la palabra, arrastró raudo una escalerilla y ágil, se subió, para mostrarme el tomo primero de aquella…joya cuyo precio estaba fuera del alcance de mis magros ahorros y de la que además años después descubriría que no se trataba sino de la traducción castellana de la versión al francés de Galland, vamos, una traducción de una traducción que ya databa, en su época.
Y buscando algún otro libro que me sirviera de viatico y justificase mi irrupción en el templo literario, di o tropecé más bien, con los tres volúmenes, encuadernados en guaflex negro, de las obras completas de Goethe, que en aquel tiempo de lecturas sin ton ni son, me atraía, sobre todo por su Fausto que ya conocía en la versión, algo constipada para mi gusto de entonces, de José María Valverde, y viendo que el precio, esta vez sí se ajustaba a mis posibles, me aventuré a invertir una parte de mis economías.
Se trataba de un ejemplar de aquella serie de obras completas que publicó la editora Aguilar, en su papel biblia característico que, según dicen, le permitió sortear las limitaciones que en la posguerra había a la importación de papel normal y que no afectaba sin embargo al destinado a biblias y misales, asunto de edificar al pueblo. Me veo aún, en aquellas primeras horas de la tarde, recorriendo los meandros de aquel tomo, sintiendo su aroma característico, y cuya página de guarda, un poco más gruesa y en color marrón, daba paso a la primera donde, bajo un grabado figuraba el nombre del traductor y prologuista: Rafael Cansino Assens: así fue mi primer encuentro, a ciegas, con él inmenso autor sevillano.
Autor poliédrico, inventor del ultraísmo, uno de los ismos que poblaron la escena literaria de principios del siglo pasado, alma de la tertulia del café Colonial, noctámbulo inveterado que paseaba la noche madrileña llegando hasta el viaducto, seguido por la cohorte de sus discípulos, saludando las estrellas en una docena de lenguas, la mitad muertas, como escribiría más tarde Borges. El autor de la mejor traducción de Las Mil y una Noche en una lengua occidental, según el bardo porteño y de tantas obras inolvidables en casi todos los géneros y será por eso, seguramente, que, en esta tierra cainita, han sido orilladas y en ocasiones negadas, sepultadas en bibliotecas y en librerías de viejo, aunque desde hace unos años su hijo, Rafael M. Cansinos, procura limpiarlas del polvo del olvido, en un meritorio rescate editorial de su obra1.
Hace unos días lo vi de nuevo, yo, bastante más viejo y usado que en nuestro primer encuentro y él, sin embargo, conservando su insolente juventud, su gracia sevillana, sus mil saberes. Conversamos lentamente, como se beben algunos caldos, rito antiguo, de raíz hebrea, sin prisa, sin urgencia, el tiempo poco tiene ya que desvelarnos, rememorando lo que fue, lo que ya nunca será y al final, con esa lucidez melancólica que da el trascurso de los siglos, me recordó aquello de “Vulnerant omnes, ultima necat”2…para añadir, sonriente: pero siempre, amigo dilecto nos restará la literatura, la única eternidad al alcance de lo humano.
Nos separamos, una vez más… ¿para siempre?
1 Para adentrarse por primera vez en su obra, recomiendo hacerlo por “La novela de un literato”, cuidadosamente publicada por ARCA, y luego de sumergirse en ese mundo de la bohemia literaria, cruzando a los Machados, los Sawa, Valle-Inclán, y colándose en los cafés literarios más en boga en aquel Madrid de los albores del pasado siglo, el resto de su obra aguardará impaciente a que lector se avenga a olvidar, por un rato, este presente escuálido y timorato y se deje arrastrar por ese calidoscopio literario…
2 “Todas hieren, la última mata”