… y no lo que las partes dicen que son. La máxima es jurídica, y viene siendo repetida por el Tribunal Supremo en distintos ámbitos del derecho desde hace más de dos décadas. Me sirve como punto de partida, con independencia de que lo diga el Supremo que, como diré al final, también ha dado nombres que no son a cosas que son.
Pero sigamos por el principio, que luego volvemos al final.
Las cosas son lo que son. Y, como sociedad, llevamos siglos desarrollando mecanismos que nos permitan llamar a las cosas por su nombre, el que define qué son. Llevamos siglos dedicándonos a la observación minuciosa de los fenómenos naturales, del comportamiento de los seres vivos y su interacción con el entorno, de nuestras formas de organización social, y con toda esa información hemos desarrollado herramientas, tecnologías, mecanismos de resolución de conflictos y también medios para seguir investigando sobre todo lo anterior.
Investigar… ¿Quiénes se ocupan de ello? ¿Cómo viven? ¿Qué comen? ¿Cómo se reproducen?
Bueno, pues el Supremo dice que son personas en formación. Ese mismo Tribunal Supremo que dice que los contratos son lo que son, considera que los contratos de miles de investigadores predoctorales de las universidades españolas son contratos de formación, y que por lo tanto cuando se agoten sus contratos para la realización de sus tesis doctorales no tienen derecho a una indemnización por fin de contrato, como sucede en cualquier contrato de obra por tiempo determinado. Estamos hablando de personas con una formación universitaria ya concluida, que investigan sobre los más variados temas, hacen el grueso del trabajo de miles de grupos de investigación, colaboran con empresas privadas que luego van a patentar sus resultados, y se comprometen – como en cualquier contrato de obra – a entregar unos resultados al final del plazo previsto. Eso implica, en la mayoría de casos, trabajar por más tiempo que lo previsto en el contrato laboral, además de participar, por exigencia de los programas de doctorado, de una serie de actividades que muchas veces tienen que costear de su propio sueldo: asistencia a congresos internacionales, viajes para obtener muestras o documentación de archivo, labores de divulgación de la actividad científica, etc.
En estas circunstancias, no sorprende el resultado de un estudio reciente realizado por la Universidad Autónoma de Madrid (2020), que concluyó que el 80,3 por ciento de los doctorandos de su muestra, todos ellos del estado español, presentaba altos niveles de prevalencia de agotamiento emocional1, lo que además se sabe por otros estudios recientes que es un escenario más o menos generalizado en el mundo de la investigación académica.
Quizás el agotamiento derive de tener que ser dos cosas a la vez: trabajador y estudiante. Fue la Ley 14/2011 la que cambió la anterior figura del personal investigador "de contrato" por la de "personal investigador predoctoral en formación", y la sentencia 3490/2020 del Supremo solo aprovechó esta nomenclatura para afirmar que los investigadores de doctorado no tienen derecho a una indemnización por la finalización de su contrato.
Podríamos entrar aquí a discutir cuántos grupos de investigación funcionan solamente con el trabajo de investigadores doctores, sin el trabajo de base de los investigadores predoctorales. Podríamos también hablar sobre qué capacidad tendría la Universidad española de exigir un doctorado para la contratación de profesores, si no existiesen garantías económicas para la elaboración de una tesis. Y de cómo la cualificación de los trabajadores y una mínima garantía de estabilidad en el empleo repercute en el bienestar de la sociedad. Pero eso da para otro artículo y además las partes directamente implicadas lo saben. Todas las partes implicadas en el conflicto que dio lugar a la sentencia de 2020 estaban de acuerdo en que los contratos de los predoctorandos no son contratos de formación. Pero eso qué importa. Los contratos son lo que el Supremo dice que son, y no lo que las partes digan que son.