Escrito por Camilla Macedo.
Con una nueva crisis agricultora y ganadera a la vista, a raíz de las sequías de este año, podemos volver nuestros ojos a la historia de la distribución de la tierra en España. Este fue un marcado interés de los historiadores españoles desde los años setenta del siglo pasado. En aquel momento, teniendo el final de la dictadura franquista y la crisis del petróleo como contexto político, la sociedad española notaba los efectos de la falta de tecnología y el despoblamiento rural iniciado desde la década de 1940, al tiempo que el componente agrícola perdía cada vez más relevancia económica frente a la industria y al sector de servicios. Centrándose especialmente en las desamortizaciones del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, esta historiografía viene mostrando desde hace décadas que la liberalización de la tierra no ha significado su liberación, sino que, con nuevos nombres y nuevas fórmulas jurídicas, la concentración de tierras sigue siendo un problema en el país.
En este texto pretendo destacar que la novedad del modelo de propiedad privada del siglo XIX es resultado de una subjetividad específica del periodo. A fin de cuentas, la tierra existe con independencia del ser humano, pero el derecho a la tierra es una construcción que pretende regular nuestras relaciones interpersonales en esa tierra preexistente.
El centralidad del ser humano en el derecho de propiedad
La necesidad de poner al ser humano en el centro de la definición jurídica de propiedad es en parte una herencia del derecho romano. Durante el medievo, el redescubrimiento del derecho romano en Europa trajo consigo la utilización de sus categorías de propiedad para regular nuevas situaciones y espacios. Pero en la tradición romana solamente una persona podía poseer y ejercer derechos. Esa persona podía ser una persona física – un individuo –, o una persona jurídica. Esta última es una ficción jurídica – que opera hasta hoy – según la cual un colectivo se constituye en persona para actuar en sociedad, mediante un representante – pensemos en una empresa, por ejemplo, pero también en un ayuntamiento.
Esta forma de ser titular de derechos nunca funcionó bien para los casos de tierras de uso común – como pastos, caminos, plazas, montes, etc. La dificultad en estos casos estaba no en el tipo de tierra o de los usos que de ella se hacía, sino en la definición del sujeto: ¿quién conformaba ese común que tenía derecho a usar? La cuestión es que, si ese común se constituyera en persona jurídica, los usos comunes podían verse perjudicados según quién representase la persona jurídica.
Por ejemplo, si se entendiese que una villa representaba el común, los ciudadanos con voto en los concejos de villa podían tratar de limitar esos usos arrendando las tierras comunes, y argumentando que el dinero obtenido repercutiría en el conjunto de vecinos. Esto en verdad estaba permitido solamente en las tierras de propios (bienes patrimoniales de los concejos de villa), y no en los bienes de uso común. Pero aunque suele parecer que la diferencia entre tierras de propios y tierras comunes estaba clara, el periodo medieval testimonió innúmeros conflictos sobre esta tensión entre usos comunes y usos de propios. Cuando un bien que era usado en común pasaba a ser considerado un bien propio de los concejos, el resultado era que los vecinos (y otros habitantes sin derecho de vecindad) ya no podrían acceder a esas tierras y usarlas en común – por ejemplo, pastando con sus animales, recogiendo frutos o leña…
La solución no pasaba tanto por qué tipo de tierra se trataba, sino por quién podía regular, controlar, o limitar el uso de ese derecho.
El Estado: el gran representante
Si miramos las desamortizaciones que ocurrieron durante el siglo XIX desde esta perspectiva, veremos que no se trataba solamente de modificar el tipo de tierras (o de propiedad) existente. Se trataba de modificar quién controlaba el acceso a las tierras. No es casualidad que ese proceso coincida con el periodo de consolidación de Estados-nación alrededor del mundo. Bajo la excusa de convertir a todos los ciudadanos en iguales ante la ley – eliminando por lo tanto su papel en distintas corporaciones menores –, la personalidad jurídica del derecho romano se aplicará a un espacio jurisdiccional mucho más extenso que las pequeñas corporaciones o concejos municipales. Se aplicará, ahora, a todo el Estado, así con mayúsculas. Y bajo esa lógica, al afirmar que representaba a todo el colectivo abstracto de la nación, ese Estado pudo reclamar legitimidad para expropiar, vender y limitar el acceso a espacios antes entendidos como de uso común.
Al expropiar todas las tierras de otros cuerpos sociales que también se afirmaban representantes de un colectivo (como la iglesia), o de colectivos que, sin reivindicar representar a nadie, utilizaban esas tierras para fines de supervivencia (como los comunales), el Estado trataba de legitimarse como única persona capaz de controlar el acceso a la tierra. Nuevo nombre para una vieja tensión: la de cómo controlar los usos abusivos que una persona (individual o colectiva) hace de aquello que todos deberían poder disfrutar.