A mi amiga MJ le bajó la regla por primera vez a los 11 años. En aquella época de su vida vivía en un internado de monjas. La costumbre era ducharse a la noche, antes de acostarse. Aquel día MJ se había sentido indispuesta, pero no le dio mayor importancia. Se desnudó, se metió en la ducha y enseguida se dio cuenta de que había sangre bajando por sus piernas. Mientras observaba su sangre desaparecer por el desagüe le entró un ataque de pánico. Pensó que se estaba muriendo. No sabía qué estaba pasando; nunca nadie le había hablado de ello. Corría el año 1970. Pidió ayuda. Una de las monjas le espetó que acabara de ducharse y que la esperase allí mismo. Cuando todas las compañeras estaban ya en la cama, la monja aleccionó a MJ. Le dijo que, desde ese preciso instante, pasaba a ser una pecadora y que debería mantenerse alejada de los chicos. Le dio dos paños y le explicó que uno era para el día y el otro para la noche. Cuando acabase el día, después de la ducha y cuando las chicas estuviesen en sus habitaciones, ella debía, a solas, bajar a limpiar su paño del día y ponerse el de la noche. Por la mañana, tenía que levantarse antes que las demás para repetir el proceso. No podía comentar con nadie lo que había pasado, ni debía hacerlo cuando le sucediese en próximas ocasiones. MJ encontró cierto consuelo al saber que no iba a morir, pero enseguida adivinó que aquello no iba a ser nada agradable. Más bien todo lo contrario.
A lo largo de su vida, MJ tuvo una vida menstrual penosa. Tuvo sangrados duraderos y muy abundantes que le provocaron anemia casi toda su existencia, con lo que esto conlleva a nivel de salud. Por suerte, su trabajo en una oficina le facilitó tener acceso fácil e irrestricto a unos baños limpios durante toda su vida laboral. Según los días, MJ necesitaba cambiarse el tampón y/o la compresa cada hora. No sé qué hubiese sido de ella si hubiese tenido que trabajar en una cadena de montaje o en alguno de esos trabajos donde te controlan las incursiones al baño.
Por supuesto, la regla era una rémora a la hora de hacer planes con los amigos o la familia; siempre había dos o tres días en los cuales ella se encontraba fuera de juego; una salida al monte, ir a la playa, una vuelta en bici… Mejor posponemos, o id vosotros. Y por último, pero no menos importante, el dolor. La necesidad de drogarse una vez al mes era imperiosa (paracetamol, ibuprofeno, naproxeno; sus grandes aliados). Si no, no salía de casa, si no, no estudiaba, si no, no trabajaba, si no, no atendía a sus hijos, si no, no funcionaba. Además, como extra bonus, podía tener sensibilidad y dolor en los pechos, carga en la zona lumbar, náuseas, migrañas, cambios de humor, cansancio, etc. Porque obviamente, el mundo no se para porque alguien tenga el periodo. Eso lo sabemos todas. Está interiorizado.
Como el borrado que se hace de esa parte de nuestras vidas que tanto nos la condiciona a algunas. A mí me fascina cuando hablando con alguna compañera, me dice algo del tipo, “¿La regla? ¡Yo ni me entero!” Ahí sí, ahí es cuando y donde yo siento verdadera envidia cochina. Y al mismo tiempo celebro que no todas tengamos que padecer toda esta mierda todos los meses durante treinta y pico o cuarenta años… Que se dice pronto. Porque se gana en calidad de vida, sin duda alguna. Pero volviendo al borrado… Algo que siempre me ha dejado perpleja es la inexistencia de la menstruación en el cine y en la TV, y también en gran parte de la literatura, y aunque los tiempos hayan cambiado o estén cambiando —ya lo cantaba Dylan allá por el ‘64— esto parece que no. Y es curioso, porque ¿por qué se elimina de esa manera tan drástica una parte de las vidas de las mujeres que nos afecta tanto, que tiene tanto impacto en nuestro día a día? Viendo la serie de The Walking Dead, reflexionaba sobre lo horroroso que sería vivir en un mundo apocalíptico donde no tienes ropa, donde escasea la comida, donde te la pasas huyendo de los caminantes y para más inri, cuando encuentras un supermercado más o menos abastecido, nadie piensa en coger artículos de higiene íntima femenina… Yo sería de las primeras cosas a por las que me lanzaría, sinceramente. Nuestras heroínas cinematográficas no tienen la regla. (Excepto en Carrie, 1976, pero esto no fue mérito de Brian de Palma, sino de Stephen King, y es un relato de terror).
No es de extrañar, por tanto, que en muchos aspectos sigamos en el mismo punto donde estábamos hace muchos años; las chicas en el instituto continúan avergonzándose cuando les baja y te piden por lo bajini permiso para ir al baño y cambiarse o te preguntan si tienes una compresa para dejarles. Si, desgraciadamente, manchan la silla o la ropa, pasan el mayor apuro y no quieren ni moverse del sitio. En pleno siglo veintiuno, inmersos en esta nuestra era de la información, donde todo está a un clic de distancia, algunas alumnas no utilizan tampones porque piensan que si lo hacen perderán la virginidad y que una napolitana de chocolate es el mejor remedio casero contra el dolor.
Y así estamos y así seguimos; algo que es natural y nos sucede a la mitad de la población mundial sigue siendo tabú muchos años después. Y en gran parte del planeta, las mujeres siguen viviendo sin las mínimas condiciones de higiene y dignidad que deberían poder disfrutar. Y en algunas partes y comunidades la mujer que tiene la regla sigue siendo un ser impuro al que se aísla, al que no se toca… Una vez más, otra arma de represión hacia las mujeres. Y los embusteros anuncios de tampones y compresas, llenos de chicas estupendas y de colorines que nos lanzan el mensaje de que nada cambia porque tengas la regla… ¿Cómo no va a cambiar? El viaje de estudios con la regla, el examen de fin de carrera con la regla, una ansiada semana de vacaciones con la regla, subir al BBK Live con la regla —en esos baños amplios y pulcros y sin colas— quedar con los amigos para irte de fin de semana al monte con la regla, un aquí te pillo, aquí te mato con el chico o la chica que acabas de conocer con la regla, participar en un evento deportivo con la regla, fiestas de Bilbao con la regla… Va a ser que no, que no es lo mismo. Entre hombres y mujeres la menstruación ha sido y sigue siendo un elemento diferenciador claro que inclina la balanza a favor de ellos una vez más.
No puedo imaginarme cómo habrá sido tener la regla antaño, ni cómo será tenerla hoy en día sin tampones, sin copas, sin compresas, sin acceso a agua y a un espacio íntimo y seguro donde poder asearse… O cómo será vivir en una familia que pasa apuros económicos y no puede permitirse adquirir los productos que quieran y necesiten. Simplemente no puedo; es angustioso. Recordemos que por esos productos pagamos un 10% de IVA, en vez del 4% de los productos catalogados como artículos de primera necesidad. Pobreza menstrual, se llama. Tiene hasta nombre (period poverty).
Hace poco alguien me preguntó sobre lo que para mí significa ser mujer y la verdad es que aún no lo tengo demasiado claro; pero lo que sí sé, es que yo sufro ser mujer. Por esta y por otras razones. Pero en muchísimos casos, lamentablemente, este hilo rojo que cose nuestras vidas, al que debemos dar la bienvenida cada mes como señal de que todo está bien, nos hace una putada bien grande.
* Al cierre de este artículo se ha publicado, con fecha del 18 de febrero de 2021, una interesante noticia en The New York Times donde nos cuentan cómo en Nueva Zelanda el gobierno ha decidido proporcionar productos de higiene femenina a todas las estudiantes de primaria, secundaria y bachillerato durante los próximos tres años. Calculan que hay unas 20.000 niñas que no pueden permitirse adquirir este tipo de productos y eso interfiere en su vida y rendimiento escolar. Estiman que el gasto medio que una mujer destina a ellos es de unos 15.000 euros a lo largo de su vida.