Corría el año... el que sea. Era el día de la huelga general. se respiraba un más que tenso ambiente. ¿Motivo de la convocatoria? No importa, había que estar en la pelea y punto.
A medida que avanzaba la madrugada nos fuimos juntando en el local. Nos agrupamos un nutrido número de compañeros/as que proveníamos de diferentes piquetes operativos en zonas industriales y barrios desde hacía horas. Tiempo para comentar incidencias, aspectos jurídicos de necesitarse y reponer fuerzas.
Tras el pequeño respiro, salimos a recorrer las calles más céntricas de la capital. Las estaciones de transporte público se convertían en foco de gran tensión entre los servicios mínimos abusivos, el esquirolaje, los cuerpos represores y el piquete cada vez más grande al incorporarse militantes de diferentes Organizaciones.
El piquete crecía de tal manera que infundía una mezcla de respeto/temor a su paso por la zona tradicionalmente más conservadora de la villa. Establecimientos que bajaban la persiana; enfrentamiento con algún estómago agradecido; carga policial; empujones, puñetazos, porrazos, pelotazos; el piquete, poderoso, no se rompía. Sabíamos para qué estábamos y asumíamos las consecuencias.
Amanecía y las miradas giraban hacia el gran centro comercial emblemático del lugar. No se le iba a permitir abrir sus puertas. El piquete se dividía entre las diferentes puertas de acceso al edificio y en cada una de ellas se formaban grupos más grandes gracias a la afluencia de más y más militantes. El despliegue policial situado entre el centro comercial y los manifestantes era considerable y la tensión crecía minuto a minuto.
Se acercaba la hora oficial de apertura del centro comercial y las persianas de las puertas de acceso comenzaban a subir. Silbidos, griterío, presión al límite entre policía y manifestantes hasta que el enfrentamiento estallaba en alguna de las puertas. Viendo el alcance de la tangana, el centro comercial optaba por bajar la persiana. Ante la total desconfianza, el piquete permanecía en el lugar el tiempo necesario para asegurar que definitivamente el centro comercial no abriría al público. Con ese objetivo cumplido, el piquete volvía a recorrer las calles aledañas, con los cuerpos mamporreros vigilantes, y se sucedían los momentos de nerviosismo e incertidumbre entre manifestantes y pequeños comercios reacios a secundar la huelga. Y así pasaban los minutos, con una actividad laboral en la zona prácticamente inapreciable y un ambiente de máxima adrenalina.
Ya entrada la tarde, todas las organizaciones nos manifestábamos recorriendo la principal arteria de la capital, siendo ésta una muestra multitudinaria de capacidad convocante poniendo así punto y seguido a un día de movilizaciones.
Hace nada, el 30 de noviembre, hemos celebrado otro día de huelga general. Independientemente del motivo, digo lo mismo que al principio, había que estar en la pelea y punto.
Desde hace años mi talante hacia esta clase de huelgas se refugia en la nostalgia y la resignación. Secundarlas, apoyarlas, por supuesto y si durasen más días incluso mejor, pero el formato de huelga, de movilización permanente, ha virado hacia unos usos y costumbres que me resisto a asimilar.
El centro comercial cuyo cierre en un día tan señalado significaba un relevante triunfo, ahora abre con total normalidad y la manifestación potente de la tarde se ha trasladado al mediodía, discurriendo sin pretensión alguna de cerrar los comercios que a su paso registran una actividad similar a la de cualquier otro día. Qué decepción.
Y se ha llegado a un terreno en el que la perplejidad me invade al toparme con un cartel donde se publicita el horario de las movilizaciones en una zona concreta. Parto de la buena voluntad de quienes han organizado esas movilizaciones pero quizá no han entendido lo que debería ser una huelga. Estar de piquete en un medio de transporte a la mañana para proponer utilizarlo a media tarde suena como a cachondeo, despiste o estar más que perdido/a. Posiblemente la imposición de ese nuevo formato de huelga acapare la responsabilidad directa en esa clase de despistes.
Se trata, o así debería ser, de paralizarlo todo durante toda la jornada, por tanto, el transporte público, en el que se imponen desde la instituciones unos servicios mínimos abusivos, no es un oasis para utilizarlo a conveniencia en un día de huelga general. En un escenario de parar la producción, los servicios mínimos sólo han de servir para una cosa... para reventarlos.
Este plan de huelga edulcorada lleva implantado alrededor de pocos lustros y lamento profundamente que las organizaciones que hoy tienen más capacidad de convocatoria hayan derivado hacia este conformismo que flaco favor le hace a la conciencia de Clase Trabajadora.
A pesar de mis discrepancias con esas prácticas tan “lights”, una convocatoria de ese calibre seguirá siendo una buena oportunidad para, aprovechando las movilizaciones, tratar de volver a la senda de cómo debe desarrollarse una propuesta reivindicativa de esa magnitud.