Escrito y enviado a París en 1789, uno de los primeros testimonios de reivindicación colectiva femenina.
Señor, permitid a las más respetuosas y fieles de vuestras súbditas traer al pie de vuestro trono las justas quejas sobre la formación de los Estados Generales que vuestra Majestad acaba de convocar. Esta formación es verdaderamente infamante para la dignidad de nuestro sexo. ¡Cómo podríamos guardar silencio ante una injuria tan grave sin deshonrarnos nosotras mismas! Señor, Vuestra Majestad declara a Europa entera que quiere reunir a toda la nación y somos olvidadas en la convocatoria. Pero este desdeñoso olvida no proviene en manera alguna de vuestro corazón demasiado bueno, ni de vuestra razón, demasiado lúcida, ni de vuestra voluntad, llena de rectitud; esto es la obra malignamente concebida de un ministro parcial que ha procurado nuestra exclusión de esta augusta asamblea para consumar nuestra nada política. Así pues, ¿no se cuenta para nada con nosotras en el Estado? ¿O es que se nos considera incapaces de tratar asuntos del mismo? ¡Qué responda a esto¡ Ahora bien, ignorar a catorce millones de almas sería, sin lugar a dudas, una prueba de la más completa ineptitud, tanto desde el punto de vista de cálculo, como de la legislación, y sin embargo este es el insultante fallo cometido, a nuestro parecer, por ese pretendido gran hombre a quien todo el mundo se complace en ensalzar como al más hábil de los calculadores políticos. Señor, nosotras constituimos, en nuestro imperio, una población de por lo menos catorce millones¸y si Vuestra Majestad tiene la menor duda al respecto, que reina a los dos sexos, que los separe luego en dos cuerpos similares y ya verá de qué lado queda el mayor número. Una vez expuesto y constatado este hecho, nosotras preguntamos si una Asamblea Nacional en la que se proscribe injustamente a la clase más numerosa puede ser llamada razonablemente asamblea representativa de esta misma nación, si puede considerarse que tiene la universalidad moral, la suficiente legalidad para sancionar leyes, si las leyes pronunciadas a espaldas y contra la voluntad de estos catorce millones de seres rechazados podrían ligar a estos últimos, si estos no están en su justo derecho al quejarse ante esta injuriosa omisión de sus personas en un asunto que les es de tanto interés o, en una palabra, si no está plenamente fundando que pidan ser escuchados. La razón y la justicia han respondido de antemano a esta pregunta. Hacer ver a Vuestra Majestad, para anular nuestros títulos civiles y políticos, que no estamos lo bastante interesadas en vuestro servicio, sería imponernos indignamente a vuestro culto. Señor, si vuestro ministro hubiera sido capaz de hablaros con semejante lenguaje, pedimos venganza contra él. ¡Ah¡ Acusarnos de permanecer impávidas ante los intereses de vuestra persona, a nosotras, la parte más amable y más sensible de vuestro reino; ante esta sola idea nuestras mentes se encolerizan, nuestros corazones se sublevan de indignación y nuestras manos arden en deseos de hacer callar al indigno calumniador.
Poned a prueba nuestra devoción, Señor, veréis si los más costosos sacrificios pueden detener el empuje de nuestro sexo. Sin duda, nos sentimos muy ligadas a nuestros brazaletes, a nuestras joyas, a nuestros adornos, a nuestros collares y pendientes, a todos los brillantes objetos impuestos por las modas. Más ligadas que el alto clero a sus inmunidades, la nobleza a sus prerrogativas, la magistratura a sus privilegios, el financiero a su oro. Pero una sola palabra de Vuestra Majestad y ante esa orden nos despojaremos de todo ello sin protestas, sin reclamaciones, sin discusión, sin lamentos. Corazones como los nuestros no saben negar a sus soberano; no saben hacer otra cosa que obedecerlo, amarlo y para ellos adorarle representa la más exquisita de las delicias.
Invocar como motivo de exclusión nuestra prejuzgada incapacidad para los asuntos públicos sería otro pretexto igualmente falaz. Desafiamos primero a vuestro ministro a citarnos un imperio compuesto únicamente de hombres sin ninguna mujer; gobernado por ellos solos en todas las ramas de la administración, y que haya subsistido con tal organización siquiera el espacio de un año. Nosotras, con la ayuda de la historia, proporcionaremos uno completamente formado por mujeres, sin un solo hombre, gobernado por ellas solas con el honor, y con gloria, con toda la prudencia deseada durante siglos. Este hecho único refuta de manera incontrovertible la opinión poco honesta y desfavorable hacia nuestra capacidad para los asuntos públicos. Romo nació sin el concurso de las mujeres, cierto es, pero sin las sabinas, ¿qué habría sucedido con Roma?. Hubiera desaparecido de la superficie de la tierra casi inmediatamente después de haber nacido. Además, recomendamos a vuestro ministro que abra los anales de nuestros antepasados, y verá como antiguamente en la Galia, nuestros príncipes, nuestros jefes, nuestros magistrados, no tomaban ninguna deliberación importante, en la paz o en la guerra, no decidían ningún proyecto esencial y no lo llevaba a la práctica sin consultarlo antes con las de nuestro sexo. Los hombres de entonces sí nos consideraban, pues, capacitadas para los asuntos importantes; y rendían homenaje a nuestro talento; eran más justos que los hombres de nuestros días; y ¿esto por qué? Porque eran menos soberbios y menos tiranos; a sus ojos, nosotras éramos diosas, pero unas diosas de otro género que las de nuestra época. Aquellos felices tiempos no existen ya, aquellos siglos tan gloriosos para nosotras; y ¿Cuál es el resultado del actual estado de cosas? Una multitud de abusos destructivos, una multitud de deplorables desgracias, el despotismo en fin con toda su violencia; este monstruo no podría surgir más que de una cabeza masculina. ¡Qué ventura para Francia si la revolución que se gesta nos trajese tales gloriosas épocas! El patriotismo renacería con todas sus virtudes en los corazones franceses. Y nosotras, asociadas a la legislación, con nuestras primitivas libertades recuperadas, nos convertiríamos en otras tantas heroínas y ofreceríamos a la patria una nueva raza de héroes. En una palabra, Señor, ante vuestra voz retornarían esos benditos tiempos.
Aunque hay que aceptar, en verdad, que en general no poseemos ahora las luces necesarias para encauzar un mal gobierno ni para propiciar uno bueno. Pero todas las cosas tienen un comienzo, y la época es favorable. El amor a la libertad enardece nuestras almas, el deseo, tan natural, de mejorar nuestra condición nos consume, la noble pasión de la gloria acaricia nuestros corazones, la fuerza del ejemplo que nos ofrecen los hombres nos anima. Aprovechad pues la ocasión presente, y no escuchéis a esos cobardes cortesanos que, tras habernos adulado a nosotras, van a de deciros a vos que somos incapaces de adquirir los conocimientos necesarios para ostentar la representación de los Estados Generales. Si nos faltan actualmente estos conocimientos no es ciertamente a la naturaleza a quien debemos achacar el fallo; no es más madrastra con nosotras que con nuestros déspotas. Sin falsa modestia, ella nos ha deparado tanto ingenio, tanto criterio, tanta cabeza como a ellos. Al lado de los grandes personajes brilla con luz propia una Blanca de Castilla, una Isabel de Inglaterra, una María de Hungría de imperecedera memoria, y la actual emperatriz de todas las Rusias, esa soberana, admiración de toda Europa y terror de la media luna. Solo, pues, al despotismo masculino debemos la universal ignorancia en la que está sumido nuestro talento; solo a la voluptuosa tiranía de los hombres se debe el que nos hayamos convertido en una especie de autómatas lo bastante complacientes para divertirlos y entretenerlos. Así como el hombre ha degradado a su semejante, ¡y pensar que eso no lo hace enrojecer de vergüenza!, Vos solo, Señor; sí, vos solo sois digno de reparar este ultraje hecho a la naturaleza, a la mitad del género humano.
Continuará…