Más que una estación, el último suspiro del año que se apaga, la primavera del invierno como le llamaron, el otoño es una forma de estar en la vida, y para mí, mi terruño, un jardín secreto con su paleta de esplendidos colores, su música callada, la hojarasca cubriendo la tierra, y ese sol ya declinante, agonía del astro al que todas las tradiciones antiguas supieron perpetuar en sus mitos, hoy tan olvidados y a la par, tan presentes.
Época de vagabundeos, sin más brújula que el azar o la memoria de otro tiempo, de otras andanzas y de anhelos ya perdidos. Estación que se viste de todos los oros, dorando las ondulaciones del paisaje, momento de recogida, de sosiego, de olvido también…Cuando las palabras cesan de evocar es la música quien las reemplaza.
Recuerdo un otoño ya muy lejano, en el que dejando atrás Castilla nos adentramos, el plural es necesario, hacia el este, atravesando la marca de Aragón. Tierras inhóspitas y escarpadas, duras, berroqueñas. Antes, habíamos visitado la ciudad de Agreda, con su convento de la Concepción guardando celosamente, en urna de cristal, el cuerpo momificado de Sor María, confidente que fue de Felipe IV, un eco a través de los siglos de la correspondencia que tuvo, mucho antes, Hildegard Von BIngen con Federico Barbarroja en aquella lejana y no tan oscura Edad Media.
Seguimos el camino, en un fluir tranquilo, ensoñando, y casi sin darnos cuenta, alcanzamos el pórtico exterior de un monasterio, con su gran arco de piedra que se abría sobre un jardín monacal. Una inmensa construcción, a la sombra imponente del Moncayo. La incuria de los siglos había dejado su traza en la vegetación que liberada de cualquier designio o voluntad ajena, invadía lo que en otro tiempo fue fabrica humana, jardines y senderos, extendiendo su manto vegetal: venganza poética de la naturaleza sobre la efímera huella de lo humano.
Recorrimos, saboreando cada paso, el claustro, sumido ya en las primeras sombras del atardecer. Seguimos al azar, por intuición, una enfilada de puertas que nos llevó hasta una amplia estancia, el antiguo refectorio monacal, de altísimo techo artesonado. Una coral, en uno de sus extremos, rodeada de micrófonos, ensayaban una rara y delicada música, en la que al canto llano se unía la voz argentina del saxo, una alquimia de sonidos que, extrañamente, se acompasaba con aquellos muros de piedra, los mismos que en otro tiempo albergaron la sombra de aquel poeta, sevillano, cómo no recordarle, de alma tan germánica, que en este mismo lugar, dejó escritas algunas de las cartas más intensas y bellas en prosa castellana.
Allí, en medio de siglos pretéritos, en la penumbra de un tiempo detenido asistimos al milagro de una música extremada “que al alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino y memoria perdida de su origen primera esclarecida”i …un silencio mineral, hondo, siguió a la última nota , como un eco de piedra regresando al sueño del tiempo.
Salimos, el crepúsculo se había enseñoreado del paisaje, el Moncayo al fondo, inmensa silueta oscura, vigía siempre alerta. El camino con la cruz donde el poeta Bécquer esperaba la estafeta de Madrid, sumido ya en tinieblas, nos alejó de aquellos muros, del monasterio de Veruela, bajel venido de una era remota, varado en aquel llano, a merced de todos los vientos.
Nos fuimos de allí, con pesar, dejando algo de nosotros. Nunca volvimos, nunca se vuelve.