16/02/2025

La Granja

Escrito por Gonzalo Mañes

“Surcó las revueltas aguas del siglo XX, que de él se puede hablar como de alguno de aquellos bajeles acostados a unos cientos de metros.

Inaugurado en 1926, con una estampa afrancesada que rompía con la anglofilia de la villa, fue uno de esos raros lugares de encuentro para los que huían el torpor, la grisura de aquella urbe extraña, tan inhóspita, desapacible.

Sus mesas sirvieron a interminables partidas, de dominó y cartas, mientras el crepúsculo se adueñaba del espacio acristalado abierto sobre la plaza, llamada sucesivamente de España, López de Haro y ahora circular, que las mudanzas de los nombres no lograron borrar su particular geometría.

Lo frecuentaron anónimos discretos, la mayoría, asociaciones como la Compañía del Gargantua o la academia Txarriduna, alguna vaga tertulia literaria y personajes pintorescos de esos que forjaron la leyenda, falsa como casi todas, del costumbrismo bilbaino. Entre sus habituales estuvo un tal José Rodríguez Ramos, que firmaba sus crónicas en El Correo con los sobrenombres de “Juan Hernani” y del “Bochero y cuya memoria guardó durante años una placa fijada al lado de la que fue su improvisada mesa de redacción.

Probablemente en alguno de mis vagabundeos antiguos, aquellos que me llevaban desde la otra rivera de la ría, por el puente del Ayuntamiento hasta asomarme a los linderos lejanos del parque de Doña Casilda, cruzaría la sombra de aquellas gentes, guarecidos de aquel cielo inclemente y engolfados en alguna conversación al caer de la tarde, antes de retirarse a sus existencias con esa melancolía sin nombre que tiñe cada crepúsculo.

Allí estarían, atisbando desde las ventanas los pocos paseantes apresurados, que Bilbao nunca fue ciudad sosegada y amiga del "flanear" tranquilo, soñando quizá las novelas que no escribirían, las vidas que no serían las suyas, en morosas atardecidas interrumpidas por algún fugaz rostro de mujer, entrevisto o imaginado.

No lo tuve por amigo y lo frecuenté muy poco, alguna comida perdida al salir del juzgado, una cita nocturna...pero de alguna manera, no sé bien cuál, con el cierre del café La Granja pierdo algo de mí, un recuerdo, un fragmento de mi ser, de aquello que me hizo y que me deshizo y que hoy ya no es nada.”

Escribí esta líneas hace ya unos años, movido quizá, lo he olvidado, por alguna tarde taciturna, un cielo anublado y hosco…qué sé yo y leyéndolas ahora me han parecido adecuadas para este tiempo de mudanzas urbanas, en el que las viejas enseñas y nombres de otras edades dejan paso a lugares asepticos, inmaculados, “a la moda”, perdido ya el recuerdo de los que les precedieron, aquel polvo antiguo, los surcos de la edad, ese aroma que aun guardan algunos viejos portalones.

Somos hijos de lo que fue y ya nunca será. Es la materia que nos hace (y nos deshace) y en algún lugar de nuestros seres, sin sospecharlo, se acurruca intacta aquella urbe sucia, encapotada, inhospita…que ninguna mudanza del tiempo podrá arrebatarnosla.