Soy tan ingenuo que siempre creo que ya nada puede sorprenderme pero luego, cada día, me maravillo con la pasmosa capacidad de los miserables que gobiernan este mundo para dejarme boquiabierto y, a pesar de todo, de que mi incombustible ingenuidad me permita seguir creyendo que ya nada sorprendente me queda por ver.
Contemplo con pasmosa incredulidad cómo un pueblo que sufrió discriminaciones sin fin, persecuciones, matanzas y un genocidio inenarrable se convierte a su vez en genocida y aplaude la muerte en directo de aquellos a quienes han arrebatado su tierra, su futuro y su vida con el beneplácito de los gobernantes de ese Occidente que, con vergonzante orgullo, se autodefine como baluarte de la democracia y los derechos humanos y, sin apenas disimulo, envía armas a manos llenas con las que destruir viviendas, escuelas y hospitales y con las que, generación tras generación, triturar las carnes y huesos de niñas y niños, mujeres y hombres. Escombros sobre escombros y muertos sobre muertos en un mar de sangre. Entre los miserables, el más miserable es aquel que presume de virtuoso sin serlo jamás y, en eso, Israel y el sionismo son notorios maestros.
Nos quieren hacer creer que Israel sólo ejerce su derecho a la defensa, que la paz sólo es posible si desaparece el terrorismo palestino (cuando la lucha armada es la consecuencia, no la causa), que son un pacífico pueblo amante de la democracia acosado sin fin por fanáticos islamistas… pero todo aquello que nos quieren hacer creer ellos, su legión de defensores y los hipócritas gobiernos que nos gobiernan obvian, conscientemente, las causas de todo ello. Y las causas se encuentran inextricablemente unidas al sionismo y a su sueño de una tierra y un Estado para el perseguido y desperdigado pueblo judío. El problema surge, no por el sueño en sí, sino porque en aquella tierra elegida para llevarlo a cabo llevaban conviviendo durante siglos gentes de un mismo origen y variadas religiones y el judaísmo no era más que una mínima parte de éstas. A principios del siglo XIX, los palestinos de religión judía representaban apenas un 2,5% de la población total de Palestina. Hacia 1880, justo antes de la primera oleada migratoria impulsada por el sionismo, la población judía era aproximadamente un 4,5%; veinticinco años después, ya eran el 14,8% y en 1947, un año antes de la proclamación del Estado de Israel, el 48,09% de toda la población del territorio. Palestina se convirtió en el destino de cientos de miles de colonos de origen europeo que se asentaron en unas tierras ajenas que ya tenían cientos de miles de habitantes y que, en su inmensa mayoría, nada tenían que ver con aquellos recién llegados. Lo que ocurrió después es sobradamente conocido. En 1947 la ONU decreta la partición de Palestina, hasta ese momento bajo control británico, en dos territorios: al árabe le correspondería el 45% y al judío el 55% restante. Ni los sionistas extremistas ni los estados árabes aceptaron la resolución. El 14 de mayo de 1948 se proclama la creación del Estado de Israel y un día después, tras la retirada de las fuerzas británicas, comienza la primera guerra árabe-israelí. Cuando esta finaliza, Israel había ocupado un 26% adicional del territorio asignado previamente por la ONU y el territorio de Palestina se había visto reducido a la franja de Gaza y Cisjordania, controladas respectivamente por Egipto y Jordania. En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Israel derrotó de nuevo a los ejércitos árabes, ocupando finalmente Cisjordania y la franja de Gaza y controlando el 100% del territorio palestino. Y así seguimos hoy en día.
Digámoslo claramente, Israel es un Estado supremacista, creado por y para los judíos. Cualquier persona judía de cualquier parte del mundo puede acceder fácilmente a la nacionalidad hebrea, tal y como garantiza la Ley del Retorno. De hecho, cualquier persona de cualquier lugar del mundo que se convirtiera mañana al judaísmo podría acceder sin problemas a la ciudadanía, podría instalarse en Israel y podría ir a vivir a cualquier punto del país sin ninguna restricción, mientras que un palestino apenas puede salir de su lugar de residencia, no puede desplazarse libremente y jamás podría acceder a esa nacionalidad (en el hipotético caso de que alguno la quisiera), a pesar de que sus antepasados hayan vivido allí durante siglos. Los refugiados palestinos carecen de nacionalidad, de derechos, no existen a ojos de quienes nos gobiernan, son humillados constantemente, maltratados, robados y asesinados por la “democrática” potencia ocupante desde que nacen hasta que mueren. Israel sólo tolera a las minorías, y bajo estrictos controles, si no representan una amenaza para su equilibrio demográfico. El terror a ese desequilibrio demográfico persigue a Israel desde su constitución, de ahí la limpieza étnica que se inicia ya con la creación del Estado en 1948 y que supuso la expulsión de casi 800.000 palestinos de Israel, que sus pueblos fuesen dinamitados, sus tierras robadas, su memoria y su presencia borrada. De ahí que cuando ocuparon Gaza y Cisjordania y, ante una coyuntura internacional que ya no permitía semejantes “excesos”, decidiesen convertir los nuevos territorios ocupados en enormes campos de concentración trufados de innumerables asentamientos ilegales de colonos judíos, con una población sometida, constantemente humillada, utilizada como mano de obra barata por la potencia ocupante y mantenida siempre en el límite de la supervivencia. Y resulta que, para las preclaras mentes que nos gobiernan en este Occidente de mierda, el problema es la violencia palestina…
Y llevamos así más de setenta años. Y en el último año casi 50.000 muertos. Más de setenta años de complicidad occidental, de mirar hacia otro lado, más de setenta años…
Este mundo nunca deja de sorprenderme.