Ya está aquí enero, el primer mes del año, con su característico tiempo frío y desagradable, días cortos y de poca luz. Sin embargo, este año tiene un matiz especial, con él ha llegado la vacuna frente al SARS-CoV-2. Un virus que ha puesto en jaque nuestra forma de vida pero, sobre todo, ha puesto en el punto de mira la vulnerabilidad de nuestra especie. Llevo oyendo muchos años (desde que me sentaba en las sillas de la Facultad a estudiar biología) que las pandemias no son algo nuevo. De hecho, conocemos ejemplos (peste, rabia…) desde el Neolítico, hace unos 10.000 años. Las pandemias son una partida complicada en la que entra en juego un nuevo patógeno que nuestro sistema inmune no reconoce. Las reglas de la partida son complejas, las tácticas múltiples pero, lo que tengo claro, es que algunos factores de su causa tienen que ver con la conservación del medio ambiente, con la biodiversidad, con el cambio climático y con la convivencia con el resto de las especies con las que compartimos el planeta. El impacto de la pandemia COVID-19 trascendió mucho y en muchos ámbitos. Me centraré en lo que más conozco, la salud del planeta. El cuasi completo cierre mundial en marzo y abril del 2020 provocó una caída temporal en la contaminación del aire y las emisiones de gases de efecto invernadero debido a la reducción de los viajes y actividades industriales. Esto nos regaló una visión del cielo más limpio que se recuerda que, sin embargo, tuvimos que disfrutar desde nuestras cuatro paredes. Parecía que había llegado el momento de ganar la partida al cambio climático. Pero no fue suficiente ya que 2020 ha sido también un año de clima extremo y desastres naturales. Incendios que arrasaron millones de hectáreas de bosques en todo el planeta. Records de temperatura en todo el mundo durante todo el año. La temporada de huracanes del Atlántico de 2020 ha sido la más activa registrada. La lista continúa. Como no creo en deidades, tengo dos alternativas, pensar que ha sido causalidad o que realmente, pequeñas perturbaciones iniciales que posteriormente se amplifican, pueden generar un efecto considerable a medio y corto plazo, el conocido efecto mariposa. Los patógenos (bacterias, virus, hongos…) están ahí, todas las plantas, todos los animales tenemos una colección de microrganismos potencialmente patógenos, pero contenidos, quedándose en niveles moderados por la compleja regulación de la vida. Hay especies cortafuegos que amortiguan la enfermedad. Y curiosamente, cuando un ecosistema se degrada, las primeras especies que desaparecen son las que más nos protegen, estas “especies cortafuegos”. Los enfoques actuales de producción agrícola y ganadera, como la deforestación, el comercio de animales exóticos, los monocultivos, las granjas de cría intensiva y una larga lista más de actividades contribuyen a la degradación de los ecosistemas y crean condiciones que permiten que los patógenos salten entre especies. Un ejemplo clave es el decaimiento de los bosques. Este fenómeno a nivel mundial consiste en el deterioro hasta la muerte de los árboles por la combinación de los efectos del clima, junto con la deforestación y degradación forestal. Los árboles son los peones de la partida, los menos móviles, pero su estructura en el tablero es clave para ganar. Desgraciadamente, está llegando un punto en que el ecosistema forestal está en un punto crítico de inflexión en el que será imposible retroceder y llegará el final. Llegará la jugada del jaque mate. Y es que una naturaleza sana, rica en especies, puede evitar futuras pandemias. La biodiversidad es nuestra mejor vacuna. Sin embargo, necesitamos un cambio de paradigma, de forma de vida para siempre. Tenemos que mantener los ecosistemas intactos y recuperar los degradados. Los ecosistemas deben ser complejos y esto sólo es posible cambiando las estructuras sociales y económicas actuales. De esta pandemia saldremos, pero ¿de la próxima?.